lunes, 2 de noviembre de 2009

La Tercera parte de Julio Verne y Allan Qatermain y los Zombies

Tercera y última parte de de Julio Verne y Allan Qatermain contra los zombies

Continúa de La Segunda parte de Verne y Qatermain contra los Zombies

1888 - Conspiración Zombie

 

—La debe haber destruido algún terremoto —dijo Verne—, gracias al cual Lampu pudo atravesarla, sino habríamos necesitado una buena cantidad de dinamita para traspasarla.

Efectivamente parecía haber sido muy gruesa, y de roca maciza.

Al otro lado entramos en un recinto de al menos cuatro metros de altura. Era circular, de unos seis metros de diámetro. En el centro había una caja de piedra rectangular que tenía casi dos metros de altura, por tres de largo y dos de ancho.

Nada más había allí. Las paredes eran completamente lizas, como si se tratase de yeso, sólo que eran de piedra negra. En ciertas partes había más de esas tallas que parecían algún tipo de escritura. Por donde llegamos era la única entrada y salida.

Verne se acercó al rectángulo de piedra del centro y lo estudió con la lámpara. Me acerqué y lo estudié a él. Parecía absorto observando los grabados que había en los cuatro lados del rectángulo. Eran dibujos que parecían contar una historia.

En ellos se veían unos seres que parecían hombres, pero diferentes, como desproporcionados. La historia parecía contar la lucha de esos seres contra otro que los doblaba en altura, y que era realmente aterrador sólo verlo. Las tallas tenían lujo de detalles, pero el rostro de los seres desproporcionados estaba totalmente liso.

—¿Qué es esto Verne?

—No se me ocurre qué pueda ser. No es nada de lo que vinimos a buscar, creo yo. Pero es magnífico. Quatermain, creo que estamos ante los restos de una civilización desconocida. Totalmente ignorada.

—¿Y esos seres raros que dibujan?

—No es nada extraño, Qatermain, si ha visto los jeroglíficos egipcios con sus criaturas con cabeza de animales. Y si ha leído a Owen o a Darwin —No había leído a ninguno de los dos—, sabrá que aquí en la Patagonia solían existir criaturas realmente enormes, ahora desaparecidas. Esta gente habrá vivido en la época en que esos enormes animales estaban vivos.

—¿Y esto qué es? —Toqué la roca y estaba tan helada que me quemó los dedos.

Verne tocó también, pero sin tanta presión como yo.

—Esto es muy raro, Qatermain. Pero creo que se trata de alguna tumba. Una especie de sarcófago como el de los faraones egipcios.

—Traje dos cartuchos de dinamita, podemos volarlo si quiere.

Verne lo meditó unos segundos, y luego habló un rato con Lampu. No pude prestar atención a lo que decían, porque tuve que soportar las quejas de Jikile que al parecer estaba aterrorizado por ese lugar.

—Primero me gustaría ver qué hay arriba, ya que pareciera que tiene una tapa este sarcófago gigante —dijo Verne.

A pesar del clima de miedo y nervios que imperaba en esa cueva, fue bastante graciosa y hasta patética la forma en que hicimos que Verne llegase hasta lo alto del sarcófago. Jikile fue el que más sufrió el asunto, ya que Verne le pisoteó la cabeza sin misericordia, e incluso le volcó un poco de queroseno encima ya que se había llevado una de las lámparas arriba.

—Esto es una tapa, sin duda, Qatermain. Y bien podríamos meter esos cartuchos de dinamita en el costado para volar una parte. Va a ser una lástima, ya que también está cubierta de tallas y de eso que parece escritura, pero muero por ver qué hay dentro.

Si subirlo fue difícil, bajarlo lo fue más, y esta vez no sólo pisoteó al pobre Jikile, sino que me hizo doler mi pierna herida como no lo había hecho en toda la expedición.

Tan agotados quedamos los dos viejos, que dejamos a Lampu y a Jikile que corrieran con el trabajo de atar los dos cartuchos de dinamita en uno de los lados del sarcófago, mientras descansábamos. Los colocaron justo en la juntura de la tapa, en una de las esquinas.

Bebimos agua los tres para calmar la sed, y luego unos tragos de whisky para recuperar las fuerzas.

—Lo mejor será que salgamos lo viejos al pasillo y que Jikile encienda la mecha y corra, que es el más ágil —dije en inglés, que obviamente entendió Jikile y protestó, pero en zulú.

Protestas y todo salimos Verne, Lempu y yo hasta más allá de la puerta destruida. Cuando estuvimos bien protegidos, Verne gritó:

—¡Fuego!

Jikile comprendía el francés, pero se debe haber hecho el sordo. Así que repetí la orden en zulú, y al instante lo vimos que llegaba corriendo. Los segundos que pasaron antes de la explosión fueron eternos. Y el ruido posterior fue ensordecedor, seguramente potenciado por la forma de la recámara.

Lampu y Jikile se quedaron clavados al suelo y no quisieron avanzar, pero Verne ni se detuvo a esperarlos a ellos ni a mí. Cuando llegué al recinto Verne estaba intentando trepar por los escombros para asomarse al hueco que había quedado en el sarcófago.

No era muy grande, apenas si habíamos logrado crear un boquete de unos cincuenta centímetros.

—¿Qué hay dentro, Verne?

—No veo nada, venga con otra lámpara.

Llegué hasta allí, y me paré al lado suyo, los trozos de piedra nos servían justo para llegar hasta el agujero. Iluminé y dentro vimos algo tan horrible que nos hico caer de espaldas.

Jikile, con miedo y todo corrió dentro del recinto al escuchar los gritos que dimos, y me ayudó a levantar. Lampu entró unos segundos después y ayudó a Verne.

—¿Qué hay allí dentro, señor? —preguntó Jikile.

Mi rostro debe haber respondido, ya que vi el terror que yo sentía por dentro en la cara de mi sirviente. Miré a Verne, que parecía estar inmerso en sus pensamientos, sin mirar a nada.

—¿Qué cosa horrible es esa, Verne?

—No lo sé, pero… parece fresca.

—Parece un cadáver de algunos días, Verne. ¿Cómo puede ser eso posible?

Se acercó al sarcófago y volvió a tocarlo.

—No sé si el frío y el hermetismo del sarcófago lo habrán conservado, o si la criatura es la que le da tanto frío a la piedra. Subamos a ver otro poco, ¿está conmigo, Qatermain?

Me costó, pero asentí.

Volvimos a asomarnos, esta vez prevenidos. La criatura, o lo que quedaba de ella, era realmente desagradable a la vista. Tenía dos piernas muy retorcidas, como las de un avestruz, pero con la carne al aire, no sé si por descomposición o porque era así. El tronco era largo y fibroso, también en carne viva. Los brazos parecían estar articulados en dos partes, y no terminaban en manos, sino en una especie de garras o prolongación del hueso.

No tenía cabeza, sino que en algún momento habría tenido una especie de rostro en lo alto del tronco, o al menos es lo que parecía ser una boca, sin dientes a la vista. De lo más alto del cuerpo salían púas negras, seis de ellas. Toda la criatura parecía ser de un color verdoso amarillento, al menos así era su carne, o lo que nos mostraba la luz amarillenta de la lámpara.

El olor que despedía era casi insoportable, así que no me sorprendió que Verne se alejara a buscar algo en su mochila, que asumí sería un pañuelo. Pero lo que sacó fueron seis frascos de vidrio.

—¿Qué es eso, Verne?

—Los traje para recolectar insectos para mi colección, pero ahora servirán para tomar muestras de carne de esa criatura, ya que seguramente no podremos llevarla toda con nosotros.

—Verne, ¿qué está planeando? ¿Quiere mostrarlo en un circo? Oiga, el plan, la idea era encontrar la ciudad de oro, de plata y rubíes, no una criatura horripilante y apestosa.

Abrió uno de los frascos, tomó la rama que venía usando de báculo, y mientras le ataba un tenedor a la punta, me dijo:

—Qatermain, sé que le prometí fama, y la tendrá. Este ser debe ser sin duda el que tanto temían los Primigenios. Según especula Forsker, los Primigenios lo habrían atrapado luego de años de lucha. En una época estaban divididos en dos grupos, los mendialdeko y los basoan. Ambos practicaban la nigromancia, o sea el revivir a los muertos y también la invocación de criaturas extrañas.

—¿No era que usted no creía en esas cosas? —lo interrumpí. El siguió armando su instrumento, y hablando sin prestarme atención.

—Lo hacían durante una guerra que mantuvieron entre ellos desde el mismo momento en que llegaron a nuestro mundo, mucho antes de que nosotros existiésemos como especie. Esto que ha podido recopilar Forsker, es de mitologías, Qatermain, pero seguramente habrá toda una explicación racional para lo que hacían. Sea como sea, este que tenemos aquí, muerto ante nosotros es el temido Ehiztari. El ser que alguno de los dos grupos invocó por equivocación, y que luego no sólo los cazó a todos ellos, sino que él mismo hacía levantar a los Primigenios muertos y los hacía perseguir a los vivos.

—Verne, ¿no se ha detenido a pensar que por alguna razón dejaron a esa criatura tan sepultada aquí abajo?

—Este es el altar de Handigo en el cual lo sepultaron, sí. Forsker ya había predicho su existencia. Al parecer Handigo vendría a ser como el creador de los primigenios, y el que los habría recluido en nuestro mundo. Eso cuentan las leyendas.

—¿Qué leyendas, Verne?

—Unas que según Forsker se infieren dentro de los mitos de todas las culturas humanas, especialmente los mitos de los vascos.

—¿Los vascos?

—Listo. Tiene que leer el libro, Qatermain, sino luego se lo contaré. Ahora intentaré tomar algunas muestras.

Y lo logró. Con ese tenedor tomó seis trozos de carne del Ehiztari y los puso uno en cada frasco. Luego los cerró, y los guardó en la mochila. Parecía tan satisfecho como si hubiésemos descubierto el tesoro más valioso del mundo.

—Peligroso —entendí que dijo Lampu, al tiempo que señalaba una grieta que había aparecido justo arriba del sarcófago del Ehiztari.

—Eso no estaba allí, será mejor que salgamos antes que se derrumbe —dije.

Hay una leyenda de los kukuana de Kania que dice que si uno dice las palabras con temor estas se vuelven en contra del que las dijo. Eso ocurrió, un inmenso trozo de roca cayó sobre el sarcófago, despedazando uno de sus lados. El Ehiztari quedó a la vista de todos.

—¡Corran! —grité, pero un trozo más pequeño de roca cayó de lo alto y rebotó de tal forma que fue a dar a la cabeza de Jikile.

Lo volteó como arma caza elefantes. No parecía ser una herida mortal, pero sangraba mucho y lo había dejado inconsciente. Lo cargamos junto con Lampu, y salimos. Verne ya había escapado con su mochila.

Caminamos sin parar lo más rápido que pudimos. Sufrí mucho ese trayecto, pero la acción me permitía ignorar el dolor. Detrás nuestro se escucharon algunos ruidos más de derrumbe pero luego ya nada, lo que nos tranquilizó un poco.

Cuando llegamos al recinto tallado descansamos un poco. Revisé la herida de Jikile y noté que no sangraba. Le tomé el pulso y era inexistente, tampoco salía aire de su nariz. El pobre negro había muerto. Mi fiel Jikile.

Verne, a todo esto, había sacado los frascos de la mochila y los estaba envolviendo uno por uno en trozos de tela, para protegerlos. Ni se había preocupado por la noticia de que el pobre africano había muerto. Yo triste por mi compañero, fui a explorar el hueco por el que habíamos llegado, a ver si el derrumbe seguía allá a lo lejos, pero no se escuchaba nada.

Lampu se había acercado a Jikile, y otra vez pude comprender una palabra suya en castellano:

—No muerto —dijo.

—¡Jikile! —dije, exaltado al ver que había abierto los ojos—. ¡Estás vivo!

—No muerto —repitió Lampu.

Corrí como sólo un cojo puede hacerlo, pero antes de llegar junto a él, noté que algo iba mal. Jikile me miraba como si fuese un apetitoso asado de gacela.

—Jikile, ¿qué sucede? —dije.

—¡Cuidado! —gritó Verne en francés—. ¡Puede ser un reanimado!

—¿Un qué? —pregunté al tiempo que Jikile se lanzaba sobre Lampu.

Lo mordió en el cuello, pero el indio se las ingenió para empujarlo contra la pared. Mis reflejos pudieron más que mi fidelidad, y le descargué dos balazos en medio del pecho.

Eso no lo detuvo, caminó dos pasos tambaleante hacia Lampu otra vez. Pero antes de que diese otro, le volé la cabeza de un tiro con el winchester que tenía a mi espalda. Recién ahí quedó muerto de verdad.

—Salgamos de aquí —dijo Verne, pero apenas hizo a tiempo a tomar uno de sus frascos cuando escuchamos nuevamente caídas de rocas.

Ilustración de Pedro BelushiVerne quería guardar los demás frascos, pero me lo llevé a empujones. Lampu no tenía buen aspecto, pero al menos se mantenía en pie y dirigía nuestra retirada.

El camino era más costoso y doloroso de subida, pero el escuchar escombros cayendo funcionaba como una buena anestesia. Nos llevó un poco más de tiempo que a la ida, pero llegamos al recinto de tres metros de diámetro previo al estrecho túnel de salida.

—Quiero descansar —dijo Verne, y sin debatir el asunto se dejó caer sentado. Le dolía mucho la rodilla, se evidenciaba en el rosto.

Me acerqué a Lampu que seguía de pie, junto al túnel por el que habíamos entrado.

—Como está —pregunté en un español lastimoso.

El indio tuerto asintió con la cabeza, queriendo decir que estaba bien, pero no era lo que parecía. La mordida de Jikile había sido salvaje, y no paraba de salir sangre de la herida, a pesar que la presionaba con la mano y un trapo viejo.

—Verne, debemos llevar a este hombre cuanto antes ante un médico, o al menos con su gente, que algún curandero tendrán.

El escritor estaba más allá, en su propio mundo. Había destapado el único frasco que había podido salvar, y lo miraba como si no se nos estuviese viniendo la montaña encima, como si Jikile no estuviera muerto, luego de haber revivido, y como si el indo directamente no existiese.

Lo traje a la realidad, y le ayudé a levantarse. Lampu entró primero en el estrecho túnel, y yo fui detrás. Habíamos recorrido tres metros cuando Lampu se desplomó. Si ya era aterrador sentir que la roca lo aprisionaba a uno en ese túnel, encontrarse con que estaba tapado era la peor pesadilla.

—¿Qué está pasando, Qatermain? Haga que ese indio se mueva —dijo Verne.

No era tan sencillo, al parecer se había desmayado por tanta sangre perdida, y no respondía a ningún pellizco que le diese en las piernas. No lo podía empujar porque no había espacio suficiente para que hiciera fuerza, sin contar que faltaban como tres metros, y el indio había quedado medio trabado entre la roca.

—Vamos a tener que retroceder, Verne, y arrastrarlo hasta el recinto.

—Está loco, se nos cae el techo encima, pruebe de empujarlo.

—Ya lo probé, y ya no se escuchan ruidos atrás. Vuelva, Verne, es la única salida.

Refunfuñó y retrocedió. Le costó mucho, imagino que por la rodilla. Yo ya había olvidado mi dolor, de la misma forma que un guerrero sigue luchando a pesar de haber perdido un brazo. Tardé bastante tiempo en sacar a Lampu de allí. Parecía pequeño, pero era macizo.

Lo examiné y descubrí que todavía respiraba, no estaba muerto, pero pronto lo estaría sino lográbamos llevarlo fuera a que lo curasen.

Verne entró primero esta vez en el túnel, y se fue apresurado. Yo preparé a Lampu ante el hueco de entrada con las piernas para arriba pegadas contra la pared de la cueva. Pensaba arrastrarlo de las piernas, que sería más sencillo que del otro modo.

Para no tener que entrar al revés y luego andar para atrás, le até una soga a los pies, y así entre normal y tironeé hasta que entró. Luego no me costó tanto como pensaba arrastrarlo por la cueva. Sólo que a mitad de camino despertó, y no de buenos modos.

Intentaba levantarse, pero no había suficiente espacio, así que se chocaba la cabeza contra la roca de arriba una y otra vez. La forma en que me miraba y zarandeaba sus piernas atadas, me hizo acordar a Jikile. Pero no estaba seguro, tuve que decidir en un segundo que hacer, y opté por arrastrarlo igual, ya veríamos afuera con qué nos encontrábamos.

—¡Verne! ¡Prepare un rifle, que me parece que tenemos problemas! —grité, pero no tuve respuesta.

Lampu me hizo muy difícil el trayecto, rasguñaba las paredes al grado de arrancarse las uñas. Pero al fin salí y lo dejé un rato adentro pataleando y moviéndose como un perro rabioso.

Verne estaba desmayado contra un árbol, abrazando su frasco de vidrio. Lo ignoré. Saqué mi colt .45 y con la mano libre comencé a tirar de la cuerda. El hueco de salida estaba a un metro de altura, por lo que Lampu cayó estrepitosamente en el suelo. Cosa que no pareció notar, siquiera.

No sé cómo hizo pero se las ingenió para ponerse de pie, aunque al tener atados los pies, no podía caminar, así que volvió a caerse. Era obvio que tenía un ataque rabioso como el que le había ocurrido a Jikile, pero Lampu al estar atado era inofensivo. Seguía intentando levantarse y cuando lo lograba, volvía a caerse.

Fui a despertar a Verne sin dejar de vigilar a Lampu.

—Dios mío, ¿este también se volvió reanimado? —dijo al ver el cuadro patético de Lampu arrastrándose por el suelo hacia nosotros, con el rostro desencajado, y la mirada muerta.

—Verne, será mejor que me diga qué es lo que sabe sobre esto, porque creo que me ha ocultado información. Ni mi fiel Jikile, ni este indio se merecían una muerte como esta o lo que sea que les ha pasado.

—No le oculté nada, Quatermain. Es que simplemente encontramos otra cosa diferente. Algo de lo que he leído, pero que no esperaba encontrar.

—Resuma, Verne —Lampu seguía asercándose.

—Son muertos vivos. Como los que le conté que usaban los Primigenios, que revivían con sus artes nigrománticas. Y lo mismo hacía este Ehiztari. No sé cómo actúa, pero al parecer su propio cuerpo, su cadáver, funciona para despertar a los muertos. Quatermain, imagine lo que tengo aquí —Mostró el frasco—, esta es la clave para una vida más allá de la muerte.

—Verne, por nada en el mundo me gustaría volver en este estado —dije, señalando a Lampu que apenas estaba a dos metros nuestro.

—Debe haber alguna forma de controlar ese estado rabioso. Aléjelo, Quatermain. Pero no lo mate, me gustaría que lo lleváramos…

No hice caso a sus palabras, y le metí una bala .45 en la cabeza. Eso lo mató bien matado.

—¿Qué hizo?

—Ya tiene su frasco, ahora larguémonos de aquí. No queda nada en este lugar por lo que valga que nos quedemos un minuto más. Me recorrí medio mundo para llegar hasta aquí, sólo para encontrar muertos vivos. No creo que pueda salir nada bueno de esto, Verne. Pero usted es libre de hacer lo que quiera.

Fuimos en silencio hasta la balsa, y cruzamos el lago todavía sin intercambiar palabra alguna. En la orilla de enfrente nos esperaban los pehuenches. El más anciano de ellos estaba detrás de los niños, y de las dos parejas. Tenía el rostro serio, parecía intuir algo que lo que había ocurrido. Los demás sólo parecían sorprendidos de que nuestros dos acompañantes no hubiesen vuelto.

Nos ayudaron, pero la verdad es que no nos pudimos comunicar. Con algunas señas, les hicimos entender que nuestros amigos todavía seguían en la isla. Pero no eran tontos, comprendieron bien que ya no iban a volver. Al menos eso noté en las miradas que intercambiaron entre ellos.

El anciano se acercó a mí y me dijo algo, pero sólo me quedó grabada una de las palabras, ya que la repitió varias veces: Witranalwe.

El camino de retorno no fue difícil de hacer sin la ayuda de Lampu. Sólo había que seguir los ríos. Verne intentó reclutar a alguno de los pehuenches para que viniesen con nosotros como guía, pero no lo logró. Él se convenció de que no se hizo entender, pero yo creo que eligieron no hacerlo.

Una vez en Carmen de Patagones alquilamos una habitación y dormimos durante un día entero. A la mañana siguiente ya me había decidido. No volvería con Verne en su barco. No podría tolerar un viaje tan largo con alguien a quien había dejado de respetar, y a quien había comenzado a temer por las locas ideas que estaba pergeñando con ese trozo de carne putrefacta que llevaba en el frasco de vidrio.

No pareció sorprenderse, y tampoco le costó mucho conseguir dos marineros que lo acompañasen en su viaje: un galés y un francés. Me enteré que en Bahía Blanca tenían un tren que iba hasta Buenos Aires, así que preferí ese viaje.

Contraté a un tehuelche de la zona para que me guiase en el viaje hasta Bahía Blanca, que era de unos tres cientos kilómetros. Resultó que mi guía, que se llamaba Aiush, sabía algo de inglés gracias a los galeses que estaban asentados en la Patagonia. Era todo un políglota. Según me dijo hablaba algo de inglés, bastante gales, su aoniken, o tehuelche, mapudungún que era la lengua de los mapuches, y obviamente el español.

Apenas me dijo que dominaba el mapuche le pregunté por lo que me había dicho el anciano: Witranalwe. Su rostro se puso sombrío, pero terminó relatándome una leyenda de los mampuches.

Este witranalwe era un ser maléfico. El espíritu reencarnado de una persona fallecida. Se decía que asaltaban a la gente en los caminos cuando estaba sola. Eran flacos, altos y de ojos chispeantes. Según creen los mapuches, no es un cadáver andante, sino que está formado con las uñas, dientes y otras partes de hueso del esqueleto del fallecido. Al parecer lo que buscaba este ser en los vivos era apropiarse de algo de ellos, de su carne.

En Bahía Blanca encontré un buque inglés que iba para Ciudad del Cabo, en el sur de África. Preferí ese destino que volver a Inglaterra. Necesitaba volver a mi África, a mis elefantes, gacelas y leones. Ya no más muertos vivos, y jamás volveré a la Patagonia. Es otro mundo.

FIN

1888 - Conspiración Zombie

La Segunda parte de Verne y Qatermain contra los Zombies

Continuación de Julio Verne y Allan Qatermain contra los zombies

1888 - Conspiración Zombie

 

—Quieto o tus sesos decorarán la pared —le dije en inglés, sin esperar que entendiese mucho.

La luz de la luna se colaba por la ventana, y me dejó ver al intruso. Una cicatriz le cruzaba el rostro desde la frente hasta la barbilla, anulándole el ojo izquierdo en el camino, que brillaba blanco y muerto. El otro ojo estaba fijo sobre mí. Dijo algo que asumí que era en español, así que desperté a Verne.

—Es nuestro guía —me dijo—. Lo reconozco por la cicatriz. Mi informante Vazquez, me lo describió bien.

Bajé mi arma, y los escuché hablar, comprendiendo a medias. Algunas palabras del español eran parecidas al francés, pero cuando uno creía estar comprendiendo algo, se daba cuenta que no había entendido nada.

—Se llama Lampu, y es mitad mapuche mitad tehuelche —me explicó Verne a la mañana siguiente, mientras desayunábamos—. Los soldados argentinos le dicen Huedhued, que significa loco en mapuche. Vazquez me lo describió en cartas como un hombre callado, taciturno pero que sabía muchísimo de las dos culturas a las que pertenece. Es él quien estuvo en la isla a la que debemos ir. Según parece estuvo con la expedición final que echó a todos los mapuches que vivían en las cercanías del lago Nahuel Huapi. Ahora apenas si viven dos familias de indígenas colaboracionistas, allí. Dice que en esa última expedición unos soldados quisieron ir a la isla, ya que tiene una colina alta, donde querían izar la bandera argentina. Los indios la llamaban Pu fücha huapi, que significa isla de los viejos. Pero estos soldados la apodaron isla General Villegas, en honor al comandante de la campaña contra los indios.

Verne detuvo su relato para liquidar su te. No pude dejar de notar la forma en que subía y bajaba su bigote cuando saboreaba el líquido. El hombre parecía estar viviendo su vida por primera vez, por la pación con que me relataba lo que le había contado ese mapuche. Pero los tuertos siempre me dieron desconfianza. Una leyenda africana dice que pueden estar en los dos mundos a la vez, con el ojo vivo están en el mundo real, y con el otro miran al mundo de los muertos.

—El tema es que Lampu los acompañó a estos soldados, que armaron un bote y fueron a hacer patria en la isla —retomó Verne—. Y mientras ellos se divertían izando la bandera, él descubrió la cueva que lleva a la ciudad inmortal o como él la llama a la morada de los antiguos.

—Que vendría a ser la que nosotros buscamos, ¿no?

—Sí, sí. Esta ciudad es la que ha generado tantas leyendas en esta zona. En los mitos la suelen llamar la Ciudad encantada de los Césares o a veces Elelín. Pero yo creo que tiene más que ver con las leyendas sobre los Primigenios.

—¿Primigenios?

—Un sabio noruego, Galning Forsker, investigó mucho sobre estos Primigenios, que él cree fueron una raza de seres anteriores a la humanidad. Vivieron en nuestro mundo hace muchos miles de años, pero algo se los llevo, los persiguió hasta que los mató a todos. Sólo quedan sus ruinas desperdigadas por el mundo, supuestamente, pero nadie pudo encontrar ni una sola de ellas. Forsker aventura algunas posibles locaciones en su libro, y la Patagonia es una de ellas.

—Permita que lo interrumpa, Verne. Le pregunté por los Primigenios, porque me sonaba ese nombre. Se lo escuché a Madame Blavatky.

—¿Blavatsky? ¿La fundadora de la Sociedad Teosófica? —dijo Verne, y su rostro evidenció que no le gustaba mucho.

—La misma. Me vino a ver cuando estuve en Londres. Me llenó a preguntas sobre las Minas del Rey Salomón, y me contó muchas historias, algunas las creí, otras no tanto.

—No hay que creerle nada. Se lo ha inventado todo, con ese libro Isis sin velo, ha llevado el estudio de los antiguos a la caricatura.

—Pero mencionó a los Primigenios…

—¿En qué contexto? —preguntó Verne, ya con tono de exasperado.

—Me contó que estaba preparando un libro, que se basaba ampliamente en el Libro de Dzyan. Un antiguo manuscrito, del que sólo hay un ejemplar en el Tíbet. Según ella sólo existió una religión auténtica, que sería la raíz de todas las religiones actuales, y de todos los mitos. Sería el origen de todo el saber humano, y se debería a una civilización anterior a la humanidad. Ella se refirió a estos antiguos como los Primigenios. Ese Libro de Dzyan, sería lo único que quedó de ellos. Escrito en una colección de hojas de palma, resistente al agua, el fuego y el aire.

—Puro sinsentido, esa mujer es una mentirosa patológica, si hasta dice comunicarse con gente a la distancia por medio del pensamiento. Absurdo.

No insistí. Minutos más tarde vi por la ventana a nuestro guía, parado en medio de la calle de tierra. Fui a buscar a Jikile, mientras Verne conversaba con Lampu. Se nos unieron poco más tarde.

Jikile no paraba de quejarse de la falsedad de Verne al haberlo hecho dormir en el establo, y luego defender la igualdad de los pueblos. Pero yo le aclaré que había dormido allí por decisión mía. Siguió protestando igual contra Verne, cambiando las razones cada tanto, no se calló ni siquiera cuando Verne llegó, ya que me hablaba en zulú.

Pasadas las nueve de la mañana comenzamos la segunda parte de nuestro viaje. Teníamos unos ochocientos kilómetros por delante, que nos llevarían unos diez días, según Lampu.

Nos aclaró bien de entrada que no podríamos trotar, ni hacer correr a los caballos por ningún motivo. Dijo que si había que adelantarse lo haría él, pero que nosotros ni siquiera lo intentásemos. Ante mis dudas sobre este tema, me aclaró que era peligroso, porque estaba repleto de pozos el camino, madrigueras, que los caballos no sabían ver. Así es que podía terminar el caballo quebrado, y uno perdiendo la cabeza contra el suelo, si se iba a mucha velocidad.

No lo puse en duda, ya que estaba en terreno desconocido. Casi que me sentía de más, porque lo único que estaba haciendo era organizar la expedición en detalles sin mucha importancia que podría haber hecho cualquiera. Me di cuenta que no sabía nada sobre la Patagonia, y que era tan diferente a mi África, que casi se podría hablar de dos mundos aparte.

No los voy a aburrir con detalles sobre el viaje bordeando el río Negro, ya que no pasó nada digno de mención, más que al atardecer del sexto día en que vimos una manada de guanacos, una especie de venados americanos. Verne me pidió que hiciera puntería con ellos, y maté a tres antes de que los demás se hubiesen dado cuenta.

Eso me hizo ganarme el enojo de Lampu, que no estaba de acuerdo en matar por matar, así que fue y les quitó el cuero. Debimos comernos uno esa noche ante las reprimendas del indígena. Era carne dura, pero se comía bien. Al menos era algo fresco.

Al atardecer del noveno día llegamos a un paramo que parecía mágico. Ya se veían las altas montañas de los Andes al fondo, y Lampu nos había identificado el más alto pico como el volcán Lanín.

Era un espectáculo realmente bello, el triángulo blanco del volcán nevado a veces parecía flotar en el horizonte, sin que nada lo uniese a la tierra. Pero ese páramo al que llegamos era como una avanzada de las montañas, con montes bajos, pero con formas tan variadas que parecían altares tallados en la roca.

Lampu lo llamó el valle encantado, en su lengua, que no retuve cómo se decía. Pasamos la noche allí, y a la mañana siguiente llegamos a la orilla del lago. Era increíble ver cómo ese inmenso espejo azul parecía desagotarse por el río Limay. Una fuerte corriente de agua entraba desde el lago al río, algo muy extraño de ver.

—Algún día se va a quedar seco —me dijo Jikile.

Verne no decía más que dos o tres palabras por día desde el evento de los guanacos, que lo había entusiasmado, pero al día siguiente volvió a encerrarse sobre sí mismo.

Escuché a Verne preguntar algo en relación a la isla, palabra que ya había aprendido en español. Lampu habló un largo rato.

—¿Qué dijo? —pregunté.

Verne me respondió sin dejar de mirar a lo lejos, a las aguas del lago.

—A unas horas de aquí deberíamos encontrarnos con una familia pehuenche, los únicos que viven por aquí. Al parecer el fuerte Chacabuco, que estaba por aquí cerca, está abandonado ahora. Así que iremos a quedarnos con esa familia que habitan en una pradera frente a la isla.

—Tendremos que fabricar una balsa o un bote.

—Vengo preparado para ello —me dijo, y azotó su caballo para seguir a Lampu, que había retomado la marcha.

Comimos rico esa noche gracias a la hospitalidad de los indios. Ante mi curiosidad, nos contaron que todo estaba hecho a base o con algo del pehuén, un árbol que crece por la zona y es sagrado para ellos. Usan sus piñones para todo tipo de alimentos, incluso para algunos remedios.

Por la mañana entre todos cortamos unos troncos y armamos una balsa. La hicimos con doble fondo de troncos ante el consejo de Lampu, ya que el agua del lago era tan fría que según él si caíamos de la balsa podría pararnos el corazón. Ellos, sin embargo, se bañaban en sus aguas sin problema, pero Lampu había visto ahogarse a más de un huinca, como le dicen ellos a los blancos.

Después del almuerzo probamos la balsa por allí cerca, y funcionó de maravilla. Verne ya quería ir a la isla, pero lo convencí de esperar al día siguiente. Era mejor salir bien temprano, junto con el sol, así dispondríamos de todo el día para explorar la isla. El sol se ocultaba temprano detrás de las montañas allí, otorgando pocas horas de sol a la jornada.

A la mañana siguiente, me desperté con el ojo sano de Lampu observándome. Le pregunté qué sucedía en español, pero sin responderme dio media vuelta y fue hasta un fogón donde estaba preparando café. Verne tardó en despertarse, pero luego estaba tan entusiasmado por partir que ya resultaba molesto.

Cargamos las armas, comida, sogas, lámparas y una tienda en la balsa por las dudas que tuviésemos que pernoctar en la isla.

El viaje sobre las aguas heladas del lago fue un poco accidentado, se había levantado un fuerte viento que levantaba olas grandes que nos dejaron bastante mojados y muertos de frío. Por suerte el sol se mantuvo desvelado durante todo el día, así que entramos en calor a poco de llegar a la isla.

No era muy grande, y la colina donde se supone que estaba la cueva estaba cerca. Lampu nos guió entre los árboles y pequeñas praderas, y allí llegamos.

Soy un ávido lector cuando estoy en Inglaterra, y el último libro que leí fue Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, si alguno de ustedes lo ha leído les pido que recuerden la entrada por la que Alicia se introduce. Así igual era la que nos señalaba Lampu.

—Este indio estaba borracho cuando estuvo acá —me dijo Verne en francés.

Escuché que le preguntaba algo a Lampu, pero no comprendí. Realmente debería haber estado bebido, ya que ese hueco en las rocas, era tan pequeño que a cualquiera de nosotros nos iba a costar mucho entra por allí. Deberíamos hacerlo gateando, y ni Verne ni yo estábamos para esos trotes.

Verne discutió acaloradamente hasta que terminó señalando la entrada. Lampu no esperó mucho y se metió por el hueco hasta desaparecer. Pasaron unos minutos hasta que volvió a salir de cabeza. O sea que en algún lugar había podido dar la vuelta. Eso nos convenció de que adentro sería más espaciosa la cueva. Le dimos una oportunidad.

Primero entró Lampu, y detrás fue Jikile, protestando por supuesto. Verne abusó de su estatus de jefe de la expedición y me hizo entrar a mí en tercero.

No necesitan que les diga que para un hombre que ha pasado toda su vida al aire libre, en regiones en las que el horizonte se ve hacia cualquier lado que uno voltee, tener que gatear seis metros con la roca casi rozando todo su cuerpo fue una de las experiencias más aterradoras que me ha tocado vivir, al menos hasta ese momento.

Recorrida esa distancia salimos a una oquedad que tenía poco más de dos metros de altura. Era circular, con unos tres metros de diámetro. Una vez llegó Verne con nosotros, Lampu nos llevó por otro hueco que por suerte era más grande, tendría un metro setenta de altura, ya que yo apenas tuve que reclinar un poco la cabeza para no llevarme ningún saliente por delante.

Lampu y Jikile llevaban cada uno una lámpara a queroseno, con abundante combustible de repuesto cargado a espaldas de mi sirviente.

El túnel que seguíamos iba en bajada, con partes un tanto empinadas y sin escalones. Mi pierna sufrió bastante ese trayecto, y también a Verne.

Luego de unos quince minutos de caminata llegamos a un pequeño recinto que daba a otras tres cuevas. Pero ese lugar ya no era una simple cueva, estaba decorado. Estaba plagado de dibujos tallados en la roca con una calidad artística que nunca había visto. Los dibujos eran de calidad, sí, pero horripilantes. Ni sabría decir si lo que veíamos en las tallas eran criaturas, o qué.

Lampu nos apresuró para que entrásemos en la puerta de más a la izquierda. Verne quiso saber qué había en las otras, a lo que Lampu respondió que sólo había trampas.

Esa cueva por la que entramos era perfectamente liza, con algunas tallas cada tanto que parecían algún tipo de escritura o código. Cada tanto había algunos escalones hacia abajo, pero no servían de mucho, ya que eran de un tamaño desproporcionado para nosotros. Tan altos, que era más incómodo que bajar por la pendiente.

Luego de unos doscientos metros con bastantes curva, llegamos hasta una parte repleta de escombros. Con Verne los analizamos un buen rato a la luz tenue, y concluimos que eran parte de una puerta que cubría la cueva por la que íbamos.

Continúa en La Tercera parte de Julio Verne y Allan Qatermain y los Zombies

1888 - Conspiración Zombie

Julio Verne y Allan Quatermain contra los Zombies

Autor Martín Cagliani

Ilustraciones Pedro Belushi

(Utilizando personajes ficticios de la obra de H. Rider Haggard)

©Todos los derechos reservados.

Relato escrito por Allan Quatermain que nunca fue publicado a pedido de Julio Verne. Se sabe que fue escrito en marzo de 1888 y que la expedición partió el seis de enero de ese año. Quatermain es un cuenta cuentos profesional, que si bien suele relatar sus propias aventuras, nunca se sabe cuanto hay de cierto, y cuanto es ficción, pero en vista a otros archivos de la Conspiración de 1888, no parece ser que se haya permitido muchas libertades literarias en la narración de esta desgarradora aventura.

zombies, por Pedro Belushi

Como en todos mis relatos me disculpo por lo burdo de mi modo de escribir. La única excusa que puedo presentar es que estoy más acostumbrado a manejar un rifle que una pluma, y que no puedo aspirar a los altos vuelos y adornos literarios que observo en las novelas. Dice un refrán kukuana que "una lanza afilada no necesita brillo", y basándome en el mismo argumento, me atrevo a esperar que una historia verídica, por muy extraña que sea, no necesite el adorno de las bellas palabras.

Fue curiosa la forma en que Julio Verne y yo nos conocimos. El encuentro ocurrió dos meses antes de que partiésemos hacia la Patagonia. Estaba yo en París dando una conferencia en la Société française d'exploration sobre mi expedición a las Minas del Rey Salomón sin saber que el gran escritor Julio Verne estaba entre mis oyentes.

Había terminado la exposición, y me logré librarme de los curiosos que me llenaban a preguntas. Caminaba cojeando más que de costumbre, ya que cuando me pongo nervioso la herida me duele más que nunca. Pero cuando levanté la vista, venía hacia mí un hombre que también cojeaba, estaría cercano a los sesenta años, como yo, y llevaba una barba prolijamente cortada, no como la mía que llevo descuidada.

Lo vi con intenciones de hacerme preguntas, pero yo no podía más de dolor, así que sólo quería sentarme, y le dije en un mal francés, mientras señalaba mi pierna:

—Cuando se han matado sesenta y cinco leones en el transcurso de una vida, como es mi caso, es triste que el león número sesenta y seis te mastique la pierna como si se tratara de un trozo de tabaco.

Logré sacarle una sonrisa, pero no entendió la indirecta, siguió caminando a mi lado. Seguramente a la vista de otros pareceríamos veteranos de guerra, los dos arrastrando la pierna. Luego me enteré que su herida era de bala, y nada menos que producto del disparo de un sobrino un tanto loco.

Luego de las presentaciones de rigor, Verne cortó por lo sano como lanza zulú.

—Señor Quatermain, le voy a ser sincero. Conocía su expedición de antes, ya que mi editor… en paz descanse, me facilitó una copia de su libro, que están por salir a la venta en francés, así que no vine aquí a conocer su aventura, sino a invitarlo a participar en otra.

Me sorprendí, ya que en el estado que me encontraba ese día no pensé que nadie me viese como un posible aventurero, y para ser sinceros, Verne no parecía poder caminar más de veinte metros sin pedir una mula a gritos.

Me contó que había pasado muy malos momentos familiares, y que su carrera de escritor estaba en peligro por haber perdido recientemente a su editor de toda la vida, y también a su madre. Por eso quería partir a comprobar unos datos que le habían llegado sobre una ciudad fabulosa en la Patagonia. Quería comprobar en el terreno esa historia, para utilizarla en una novela que estaba tramando.

Pero no le alcanzaba con los relatos de capitanes y exploradores, como se había manejado hasta ahora, sino que esta vez necesitaba viajar en persona. Como lo había hecho siete años antes en su amado velero Saint Michel.

No le costó mucho convencerme, a pesar de que ya con dinero no se me podía comprar, por las innumerables riquezas que descubrí en las Minas del Rey Salomón. Pero lo que Verne quería buscar era la ciudad inmortal, la ciudad eterna, la ciudad errante de oro y plata de los Césares.

A pesar de que mi vida transcurrió en el continente negro de África, algo conocía sobre las leyendas de América. Sin duda que descubrir esa mítica ciudad que innumerables exploradores habían buscado por toda la Patagonia, me traería más fama todavía que las Minas del Rey Salomón.

Verne tenía datos fidedignos de que en un lago llamado Nahuel Huapi unos indios locales habían descubierto una entrada secreta que daba a unas ruinas. El informante era un ex chamán mapuche devenido en explorador del ejército argentino, y que había perdido a toda su familia en las guerras de conquista. Con él deberíamos encontrarnos en Carmen de Patagones, la ciudad en el confín civilizado de Argentina, la ciudad que abría las puertas a la enigmática Patagonia.

Partimos sólo Verne y yo, acompañados por mi fiel Jikile, el criado zulú que me venía acompañando desde hacía algunos años. Sin olvidarnos de los tres rifles Winchester, mi fusil para cazar elefantes y una colt 45 para cada uno. Jikile, insistió en llevar su lanza ceremonial.

El viaje desde Francia duró dos meses. Hicimos escala en Río de Janeiro y en Buenos Aires, para terminar el recorrido marino en Carmen de Patagones. Ciudad ubicada a orillas del río Negro, a unos veinte kilómetros de la desembocadura de este río en el océano Atlántico.

No puedo decir que haya disfrutado de ese viaje en velero, ya que fue una tortura. Verne casi no emitió palabra en los dos meses, y Jikile habló el equivalente a veinte personas. Siempre burlándose y mofándose de Verne, de los franceses, de mí, de los ingleses, de los brasileños, de los argentinos, de quien pudiese decir algo. Obviamente, siempre en su lengua zulú, como para que sólo yo debiese sufrir sus diatribas.

Con Verne nos costaba comunicarnos, ya que su inglés era casi ininteligible, y mi francés dejaba mucho que desear, pero si yo hablaba en inglés, el me entendía bien, y yo lo entendía cuando él lo hacía en su propia lengua. Así que para el día en que llegamos a las costas de la Patagonia, el Saint Michel era una Babel andante, cada uno hablando en un idioma diferente. Lindo espectáculo habremos dado cuando nos presentamos en el único hotel del pueblo que se hacía llamar ciudad.

Según me pude enterar, Carmen de Patagones había sido fundada más de cien años atrás, pero no parecía haber crecido mucho desde entonces. Es que hasta hacía apenas algunos años, había sido una avanzada de la civilización dentro de un territorio hostíl. Porque antes sólo se podía llegar a la ciudad por mar, ya que estaba separada por cientos de kilómetros de la población argentina más cercana. Pero en los últimos diez años, el gobierno argentino había conquistado toda esa vasta región, aniquilando a las poblaciones indígenas de la zona.

Verne no estaba muy informado sobre la geografía de la zona. Sus lecturas tenían veinte años de antigüedad, y tan sólo en el transcurso de los últimos cuatro años el mapa por completo había cambiado.

Él venía preparado para lidiar con los indígenas de la región, y ahora resultaba que no había ni uno. Según decían los soldados con los que pudimos conversar, o mejor dicho, con los que Verne conversaba en su oxidado español, nos contaron que para llegar al lago Nahuel Huapi, deberíamos seguir el curso del río Negro, que en algún momento se encontraría con el Limai, y este nos llevaría hasta el lago.

Antes estaba cubierto de indígenas hostiles, pero ahora ya no quedaba nadie, el camino estaba tachonado de fuertes militares. Incluso casi a orillas del lago había uno, que no se sabía bien si seguía activo y si ya había sido abandonado, ante la virtual desaparición de los indígenas de la región.

Tuvimos que esperar seis días a que el guía e informante de Verne volviese de un viaje que había hecho a un fuerte cercano. Alquilamos una pequeña habitación para Verne y para mí, y Jikile dormía en el establo con los caballos y mulas que ya habíamos comprado para la expedición.

Una noche, mientras yo intentaba conciliar el sueño frente a los ruidosos ronquidos de Verne, un hombre entró en la habitación. Me puse de pie de un salto, con mi colt 45 ya en mano apuntando a la cabeza.

Continúa en La Segunda parte de Verne y Qatermain contra los Zombies

1888 - Conspiración Zombie

1888

Para saber de qué trata la peligrosa Conspiración Zombie, entra a ver todos los cuentos del proyecto más maligno y ambicioso de la historia. Índice de la Conspiración Zombie.