Tercera y última parte de de Julio Verne y Allan Qatermain contra los zombies
Continúa de La Segunda parte de Verne y Qatermain contra los Zombies
1888 - Conspiración Zombie
—La debe haber destruido algún terremoto —dijo Verne—, gracias al cual Lampu pudo atravesarla, sino habríamos necesitado una buena cantidad de dinamita para traspasarla.
Efectivamente parecía haber sido muy gruesa, y de roca maciza.
Al otro lado entramos en un recinto de al menos cuatro metros de altura. Era circular, de unos seis metros de diámetro. En el centro había una caja de piedra rectangular que tenía casi dos metros de altura, por tres de largo y dos de ancho.
Nada más había allí. Las paredes eran completamente lizas, como si se tratase de yeso, sólo que eran de piedra negra. En ciertas partes había más de esas tallas que parecían algún tipo de escritura. Por donde llegamos era la única entrada y salida.
Verne se acercó al rectángulo de piedra del centro y lo estudió con la lámpara. Me acerqué y lo estudié a él. Parecía absorto observando los grabados que había en los cuatro lados del rectángulo. Eran dibujos que parecían contar una historia.
En ellos se veían unos seres que parecían hombres, pero diferentes, como desproporcionados. La historia parecía contar la lucha de esos seres contra otro que los doblaba en altura, y que era realmente aterrador sólo verlo. Las tallas tenían lujo de detalles, pero el rostro de los seres desproporcionados estaba totalmente liso.
—¿Qué es esto Verne?
—No se me ocurre qué pueda ser. No es nada de lo que vinimos a buscar, creo yo. Pero es magnífico. Quatermain, creo que estamos ante los restos de una civilización desconocida. Totalmente ignorada.
—¿Y esos seres raros que dibujan?
—No es nada extraño, Qatermain, si ha visto los jeroglíficos egipcios con sus criaturas con cabeza de animales. Y si ha leído a Owen o a Darwin —No había leído a ninguno de los dos—, sabrá que aquí en la Patagonia solían existir criaturas realmente enormes, ahora desaparecidas. Esta gente habrá vivido en la época en que esos enormes animales estaban vivos.
—¿Y esto qué es? —Toqué la roca y estaba tan helada que me quemó los dedos.
Verne tocó también, pero sin tanta presión como yo.
—Esto es muy raro, Qatermain. Pero creo que se trata de alguna tumba. Una especie de sarcófago como el de los faraones egipcios.
—Traje dos cartuchos de dinamita, podemos volarlo si quiere.
Verne lo meditó unos segundos, y luego habló un rato con Lampu. No pude prestar atención a lo que decían, porque tuve que soportar las quejas de Jikile que al parecer estaba aterrorizado por ese lugar.
—Primero me gustaría ver qué hay arriba, ya que pareciera que tiene una tapa este sarcófago gigante —dijo Verne.
A pesar del clima de miedo y nervios que imperaba en esa cueva, fue bastante graciosa y hasta patética la forma en que hicimos que Verne llegase hasta lo alto del sarcófago. Jikile fue el que más sufrió el asunto, ya que Verne le pisoteó la cabeza sin misericordia, e incluso le volcó un poco de queroseno encima ya que se había llevado una de las lámparas arriba.
—Esto es una tapa, sin duda, Qatermain. Y bien podríamos meter esos cartuchos de dinamita en el costado para volar una parte. Va a ser una lástima, ya que también está cubierta de tallas y de eso que parece escritura, pero muero por ver qué hay dentro.
Si subirlo fue difícil, bajarlo lo fue más, y esta vez no sólo pisoteó al pobre Jikile, sino que me hizo doler mi pierna herida como no lo había hecho en toda la expedición.
Tan agotados quedamos los dos viejos, que dejamos a Lampu y a Jikile que corrieran con el trabajo de atar los dos cartuchos de dinamita en uno de los lados del sarcófago, mientras descansábamos. Los colocaron justo en la juntura de la tapa, en una de las esquinas.
Bebimos agua los tres para calmar la sed, y luego unos tragos de whisky para recuperar las fuerzas.
—Lo mejor será que salgamos lo viejos al pasillo y que Jikile encienda la mecha y corra, que es el más ágil —dije en inglés, que obviamente entendió Jikile y protestó, pero en zulú.
Protestas y todo salimos Verne, Lempu y yo hasta más allá de la puerta destruida. Cuando estuvimos bien protegidos, Verne gritó:
—¡Fuego!
Jikile comprendía el francés, pero se debe haber hecho el sordo. Así que repetí la orden en zulú, y al instante lo vimos que llegaba corriendo. Los segundos que pasaron antes de la explosión fueron eternos. Y el ruido posterior fue ensordecedor, seguramente potenciado por la forma de la recámara.
Lampu y Jikile se quedaron clavados al suelo y no quisieron avanzar, pero Verne ni se detuvo a esperarlos a ellos ni a mí. Cuando llegué al recinto Verne estaba intentando trepar por los escombros para asomarse al hueco que había quedado en el sarcófago.
No era muy grande, apenas si habíamos logrado crear un boquete de unos cincuenta centímetros.
—¿Qué hay dentro, Verne?
—No veo nada, venga con otra lámpara.
Llegué hasta allí, y me paré al lado suyo, los trozos de piedra nos servían justo para llegar hasta el agujero. Iluminé y dentro vimos algo tan horrible que nos hico caer de espaldas.
Jikile, con miedo y todo corrió dentro del recinto al escuchar los gritos que dimos, y me ayudó a levantar. Lampu entró unos segundos después y ayudó a Verne.
—¿Qué hay allí dentro, señor? —preguntó Jikile.
Mi rostro debe haber respondido, ya que vi el terror que yo sentía por dentro en la cara de mi sirviente. Miré a Verne, que parecía estar inmerso en sus pensamientos, sin mirar a nada.
—¿Qué cosa horrible es esa, Verne?
—No lo sé, pero… parece fresca.
—Parece un cadáver de algunos días, Verne. ¿Cómo puede ser eso posible?
Se acercó al sarcófago y volvió a tocarlo.
—No sé si el frío y el hermetismo del sarcófago lo habrán conservado, o si la criatura es la que le da tanto frío a la piedra. Subamos a ver otro poco, ¿está conmigo, Qatermain?
Me costó, pero asentí.
Volvimos a asomarnos, esta vez prevenidos. La criatura, o lo que quedaba de ella, era realmente desagradable a la vista. Tenía dos piernas muy retorcidas, como las de un avestruz, pero con la carne al aire, no sé si por descomposición o porque era así. El tronco era largo y fibroso, también en carne viva. Los brazos parecían estar articulados en dos partes, y no terminaban en manos, sino en una especie de garras o prolongación del hueso.
No tenía cabeza, sino que en algún momento habría tenido una especie de rostro en lo alto del tronco, o al menos es lo que parecía ser una boca, sin dientes a la vista. De lo más alto del cuerpo salían púas negras, seis de ellas. Toda la criatura parecía ser de un color verdoso amarillento, al menos así era su carne, o lo que nos mostraba la luz amarillenta de la lámpara.
El olor que despedía era casi insoportable, así que no me sorprendió que Verne se alejara a buscar algo en su mochila, que asumí sería un pañuelo. Pero lo que sacó fueron seis frascos de vidrio.
—¿Qué es eso, Verne?
—Los traje para recolectar insectos para mi colección, pero ahora servirán para tomar muestras de carne de esa criatura, ya que seguramente no podremos llevarla toda con nosotros.
—Verne, ¿qué está planeando? ¿Quiere mostrarlo en un circo? Oiga, el plan, la idea era encontrar la ciudad de oro, de plata y rubíes, no una criatura horripilante y apestosa.
Abrió uno de los frascos, tomó la rama que venía usando de báculo, y mientras le ataba un tenedor a la punta, me dijo:
—Qatermain, sé que le prometí fama, y la tendrá. Este ser debe ser sin duda el que tanto temían los Primigenios. Según especula Forsker, los Primigenios lo habrían atrapado luego de años de lucha. En una época estaban divididos en dos grupos, los mendialdeko y los basoan. Ambos practicaban la nigromancia, o sea el revivir a los muertos y también la invocación de criaturas extrañas.
—¿No era que usted no creía en esas cosas? —lo interrumpí. El siguió armando su instrumento, y hablando sin prestarme atención.
—Lo hacían durante una guerra que mantuvieron entre ellos desde el mismo momento en que llegaron a nuestro mundo, mucho antes de que nosotros existiésemos como especie. Esto que ha podido recopilar Forsker, es de mitologías, Qatermain, pero seguramente habrá toda una explicación racional para lo que hacían. Sea como sea, este que tenemos aquí, muerto ante nosotros es el temido Ehiztari. El ser que alguno de los dos grupos invocó por equivocación, y que luego no sólo los cazó a todos ellos, sino que él mismo hacía levantar a los Primigenios muertos y los hacía perseguir a los vivos.
—Verne, ¿no se ha detenido a pensar que por alguna razón dejaron a esa criatura tan sepultada aquí abajo?
—Este es el altar de Handigo en el cual lo sepultaron, sí. Forsker ya había predicho su existencia. Al parecer Handigo vendría a ser como el creador de los primigenios, y el que los habría recluido en nuestro mundo. Eso cuentan las leyendas.
—¿Qué leyendas, Verne?
—Unas que según Forsker se infieren dentro de los mitos de todas las culturas humanas, especialmente los mitos de los vascos.
—¿Los vascos?
—Listo. Tiene que leer el libro, Qatermain, sino luego se lo contaré. Ahora intentaré tomar algunas muestras.
Y lo logró. Con ese tenedor tomó seis trozos de carne del Ehiztari y los puso uno en cada frasco. Luego los cerró, y los guardó en la mochila. Parecía tan satisfecho como si hubiésemos descubierto el tesoro más valioso del mundo.
—Peligroso —entendí que dijo Lampu, al tiempo que señalaba una grieta que había aparecido justo arriba del sarcófago del Ehiztari.
—Eso no estaba allí, será mejor que salgamos antes que se derrumbe —dije.
Hay una leyenda de los kukuana de Kania que dice que si uno dice las palabras con temor estas se vuelven en contra del que las dijo. Eso ocurrió, un inmenso trozo de roca cayó sobre el sarcófago, despedazando uno de sus lados. El Ehiztari quedó a la vista de todos.
—¡Corran! —grité, pero un trozo más pequeño de roca cayó de lo alto y rebotó de tal forma que fue a dar a la cabeza de Jikile.
Lo volteó como arma caza elefantes. No parecía ser una herida mortal, pero sangraba mucho y lo había dejado inconsciente. Lo cargamos junto con Lampu, y salimos. Verne ya había escapado con su mochila.
Caminamos sin parar lo más rápido que pudimos. Sufrí mucho ese trayecto, pero la acción me permitía ignorar el dolor. Detrás nuestro se escucharon algunos ruidos más de derrumbe pero luego ya nada, lo que nos tranquilizó un poco.
Cuando llegamos al recinto tallado descansamos un poco. Revisé la herida de Jikile y noté que no sangraba. Le tomé el pulso y era inexistente, tampoco salía aire de su nariz. El pobre negro había muerto. Mi fiel Jikile.
Verne, a todo esto, había sacado los frascos de la mochila y los estaba envolviendo uno por uno en trozos de tela, para protegerlos. Ni se había preocupado por la noticia de que el pobre africano había muerto. Yo triste por mi compañero, fui a explorar el hueco por el que habíamos llegado, a ver si el derrumbe seguía allá a lo lejos, pero no se escuchaba nada.
Lampu se había acercado a Jikile, y otra vez pude comprender una palabra suya en castellano:
—No muerto —dijo.
—¡Jikile! —dije, exaltado al ver que había abierto los ojos—. ¡Estás vivo!
—No muerto —repitió Lampu.
Corrí como sólo un cojo puede hacerlo, pero antes de llegar junto a él, noté que algo iba mal. Jikile me miraba como si fuese un apetitoso asado de gacela.
—Jikile, ¿qué sucede? —dije.
—¡Cuidado! —gritó Verne en francés—. ¡Puede ser un reanimado!
—¿Un qué? —pregunté al tiempo que Jikile se lanzaba sobre Lampu.
Lo mordió en el cuello, pero el indio se las ingenió para empujarlo contra la pared. Mis reflejos pudieron más que mi fidelidad, y le descargué dos balazos en medio del pecho.
Eso no lo detuvo, caminó dos pasos tambaleante hacia Lampu otra vez. Pero antes de que diese otro, le volé la cabeza de un tiro con el winchester que tenía a mi espalda. Recién ahí quedó muerto de verdad.
—Salgamos de aquí —dijo Verne, pero apenas hizo a tiempo a tomar uno de sus frascos cuando escuchamos nuevamente caídas de rocas.
Verne quería guardar los demás frascos, pero me lo llevé a empujones. Lampu no tenía buen aspecto, pero al menos se mantenía en pie y dirigía nuestra retirada.
El camino era más costoso y doloroso de subida, pero el escuchar escombros cayendo funcionaba como una buena anestesia. Nos llevó un poco más de tiempo que a la ida, pero llegamos al recinto de tres metros de diámetro previo al estrecho túnel de salida.
—Quiero descansar —dijo Verne, y sin debatir el asunto se dejó caer sentado. Le dolía mucho la rodilla, se evidenciaba en el rosto.
Me acerqué a Lampu que seguía de pie, junto al túnel por el que habíamos entrado.
—Como está —pregunté en un español lastimoso.
El indio tuerto asintió con la cabeza, queriendo decir que estaba bien, pero no era lo que parecía. La mordida de Jikile había sido salvaje, y no paraba de salir sangre de la herida, a pesar que la presionaba con la mano y un trapo viejo.
—Verne, debemos llevar a este hombre cuanto antes ante un médico, o al menos con su gente, que algún curandero tendrán.
El escritor estaba más allá, en su propio mundo. Había destapado el único frasco que había podido salvar, y lo miraba como si no se nos estuviese viniendo la montaña encima, como si Jikile no estuviera muerto, luego de haber revivido, y como si el indo directamente no existiese.
Lo traje a la realidad, y le ayudé a levantarse. Lampu entró primero en el estrecho túnel, y yo fui detrás. Habíamos recorrido tres metros cuando Lampu se desplomó. Si ya era aterrador sentir que la roca lo aprisionaba a uno en ese túnel, encontrarse con que estaba tapado era la peor pesadilla.
—¿Qué está pasando, Qatermain? Haga que ese indio se mueva —dijo Verne.
No era tan sencillo, al parecer se había desmayado por tanta sangre perdida, y no respondía a ningún pellizco que le diese en las piernas. No lo podía empujar porque no había espacio suficiente para que hiciera fuerza, sin contar que faltaban como tres metros, y el indio había quedado medio trabado entre la roca.
—Vamos a tener que retroceder, Verne, y arrastrarlo hasta el recinto.
—Está loco, se nos cae el techo encima, pruebe de empujarlo.
—Ya lo probé, y ya no se escuchan ruidos atrás. Vuelva, Verne, es la única salida.
Refunfuñó y retrocedió. Le costó mucho, imagino que por la rodilla. Yo ya había olvidado mi dolor, de la misma forma que un guerrero sigue luchando a pesar de haber perdido un brazo. Tardé bastante tiempo en sacar a Lampu de allí. Parecía pequeño, pero era macizo.
Lo examiné y descubrí que todavía respiraba, no estaba muerto, pero pronto lo estaría sino lográbamos llevarlo fuera a que lo curasen.
Verne entró primero esta vez en el túnel, y se fue apresurado. Yo preparé a Lampu ante el hueco de entrada con las piernas para arriba pegadas contra la pared de la cueva. Pensaba arrastrarlo de las piernas, que sería más sencillo que del otro modo.
Para no tener que entrar al revés y luego andar para atrás, le até una soga a los pies, y así entre normal y tironeé hasta que entró. Luego no me costó tanto como pensaba arrastrarlo por la cueva. Sólo que a mitad de camino despertó, y no de buenos modos.
Intentaba levantarse, pero no había suficiente espacio, así que se chocaba la cabeza contra la roca de arriba una y otra vez. La forma en que me miraba y zarandeaba sus piernas atadas, me hizo acordar a Jikile. Pero no estaba seguro, tuve que decidir en un segundo que hacer, y opté por arrastrarlo igual, ya veríamos afuera con qué nos encontrábamos.
—¡Verne! ¡Prepare un rifle, que me parece que tenemos problemas! —grité, pero no tuve respuesta.
Lampu me hizo muy difícil el trayecto, rasguñaba las paredes al grado de arrancarse las uñas. Pero al fin salí y lo dejé un rato adentro pataleando y moviéndose como un perro rabioso.
Verne estaba desmayado contra un árbol, abrazando su frasco de vidrio. Lo ignoré. Saqué mi colt .45 y con la mano libre comencé a tirar de la cuerda. El hueco de salida estaba a un metro de altura, por lo que Lampu cayó estrepitosamente en el suelo. Cosa que no pareció notar, siquiera.
No sé cómo hizo pero se las ingenió para ponerse de pie, aunque al tener atados los pies, no podía caminar, así que volvió a caerse. Era obvio que tenía un ataque rabioso como el que le había ocurrido a Jikile, pero Lampu al estar atado era inofensivo. Seguía intentando levantarse y cuando lo lograba, volvía a caerse.
Fui a despertar a Verne sin dejar de vigilar a Lampu.
—Dios mío, ¿este también se volvió reanimado? —dijo al ver el cuadro patético de Lampu arrastrándose por el suelo hacia nosotros, con el rostro desencajado, y la mirada muerta.
—Verne, será mejor que me diga qué es lo que sabe sobre esto, porque creo que me ha ocultado información. Ni mi fiel Jikile, ni este indio se merecían una muerte como esta o lo que sea que les ha pasado.
—No le oculté nada, Quatermain. Es que simplemente encontramos otra cosa diferente. Algo de lo que he leído, pero que no esperaba encontrar.
—Resuma, Verne —Lampu seguía asercándose.
—Son muertos vivos. Como los que le conté que usaban los Primigenios, que revivían con sus artes nigrománticas. Y lo mismo hacía este Ehiztari. No sé cómo actúa, pero al parecer su propio cuerpo, su cadáver, funciona para despertar a los muertos. Quatermain, imagine lo que tengo aquí —Mostró el frasco—, esta es la clave para una vida más allá de la muerte.
—Verne, por nada en el mundo me gustaría volver en este estado —dije, señalando a Lampu que apenas estaba a dos metros nuestro.
—Debe haber alguna forma de controlar ese estado rabioso. Aléjelo, Quatermain. Pero no lo mate, me gustaría que lo lleváramos…
No hice caso a sus palabras, y le metí una bala .45 en la cabeza. Eso lo mató bien matado.
—¿Qué hizo?
—Ya tiene su frasco, ahora larguémonos de aquí. No queda nada en este lugar por lo que valga que nos quedemos un minuto más. Me recorrí medio mundo para llegar hasta aquí, sólo para encontrar muertos vivos. No creo que pueda salir nada bueno de esto, Verne. Pero usted es libre de hacer lo que quiera.
Fuimos en silencio hasta la balsa, y cruzamos el lago todavía sin intercambiar palabra alguna. En la orilla de enfrente nos esperaban los pehuenches. El más anciano de ellos estaba detrás de los niños, y de las dos parejas. Tenía el rostro serio, parecía intuir algo que lo que había ocurrido. Los demás sólo parecían sorprendidos de que nuestros dos acompañantes no hubiesen vuelto.
Nos ayudaron, pero la verdad es que no nos pudimos comunicar. Con algunas señas, les hicimos entender que nuestros amigos todavía seguían en la isla. Pero no eran tontos, comprendieron bien que ya no iban a volver. Al menos eso noté en las miradas que intercambiaron entre ellos.
El anciano se acercó a mí y me dijo algo, pero sólo me quedó grabada una de las palabras, ya que la repitió varias veces: Witranalwe.
El camino de retorno no fue difícil de hacer sin la ayuda de Lampu. Sólo había que seguir los ríos. Verne intentó reclutar a alguno de los pehuenches para que viniesen con nosotros como guía, pero no lo logró. Él se convenció de que no se hizo entender, pero yo creo que eligieron no hacerlo.
Una vez en Carmen de Patagones alquilamos una habitación y dormimos durante un día entero. A la mañana siguiente ya me había decidido. No volvería con Verne en su barco. No podría tolerar un viaje tan largo con alguien a quien había dejado de respetar, y a quien había comenzado a temer por las locas ideas que estaba pergeñando con ese trozo de carne putrefacta que llevaba en el frasco de vidrio.
No pareció sorprenderse, y tampoco le costó mucho conseguir dos marineros que lo acompañasen en su viaje: un galés y un francés. Me enteré que en Bahía Blanca tenían un tren que iba hasta Buenos Aires, así que preferí ese viaje.
Contraté a un tehuelche de la zona para que me guiase en el viaje hasta Bahía Blanca, que era de unos tres cientos kilómetros. Resultó que mi guía, que se llamaba Aiush, sabía algo de inglés gracias a los galeses que estaban asentados en la Patagonia. Era todo un políglota. Según me dijo hablaba algo de inglés, bastante gales, su aoniken, o tehuelche, mapudungún que era la lengua de los mapuches, y obviamente el español.
Apenas me dijo que dominaba el mapuche le pregunté por lo que me había dicho el anciano: Witranalwe. Su rostro se puso sombrío, pero terminó relatándome una leyenda de los mampuches.
Este witranalwe era un ser maléfico. El espíritu reencarnado de una persona fallecida. Se decía que asaltaban a la gente en los caminos cuando estaba sola. Eran flacos, altos y de ojos chispeantes. Según creen los mapuches, no es un cadáver andante, sino que está formado con las uñas, dientes y otras partes de hueso del esqueleto del fallecido. Al parecer lo que buscaba este ser en los vivos era apropiarse de algo de ellos, de su carne.
En Bahía Blanca encontré un buque inglés que iba para Ciudad del Cabo, en el sur de África. Preferí ese destino que volver a Inglaterra. Necesitaba volver a mi África, a mis elefantes, gacelas y leones. Ya no más muertos vivos, y jamás volveré a la Patagonia. Es otro mundo.
FIN
1888 - Conspiración Zombie